Por Alejandro Tejerina Gutiérrez
La noche
pintaba mal y a mí nunca me ha gustado pasear por la calle sin sombrero.
Olvidado en el amplio ropero de Brady Allison, mi último y generoso cliente,
bien podía esperar por mí. Había salido huyendo de aquella fiesta de pijos, así
que regresaría por él al día siguiente. Mientras llegaba el nuevo amanecer decidí
refugiar mi alopecia en Joe’s. Suelo dejarme caer por Joe’s porque es el tipo
de lugar donde puedes pedir lo de siempre y eso es exactamente lo que te sirven
ante tus preciosas narices. El nombre en el letrero luminoso obedecía a un
apego económico a lo tradicional, ya que el local de Joe había pasado a manos
de Carl hacía una década; de Carl pasó a Stew, y de Stew al dueño actual, Slim
Tim. Slim era el tipo más idiota que haya regentado un garito jamás. Pensaba
que yo tenía estilo, y solo los más tirados del barrio piensan eso de mí. Tenía
más cuentas sin pagar que el gobernador, pero la mayoría eran de la pasma, así
que nunca le cerraban. Slim era un tonto, sí, pero con suerte. Y hablando de
suerte…
Eché un
vistazo al periódico y comprobé que había tirado a la basura otro puñado de
dólares en las carreras. Imaginé que mi contable estaría bufando. Speedy Taylor
no era una apuesta inteligente pero yo siempre me he dejado llevar por los
pálpitos, y aunque me han ayudado a resolver la mayoría de mis casos no terminan
de hacerme millonario. Decidí que si al día siguiente recibía una llamada
hostil por parte de mi contable le daría la patada de una vez por todas.
Porque, ¿para qué narices necesitaba yo un contable?
—¿Lo de
siempre?
—Tú sí que
sabes, Slim. A propósito, ¿quién es la pelirroja que está animando el ambiente
con sus ronquidos al final de la barra?
—No lo sé.
Es la primera vez que viene por aquí. Solo ha tomado un sorbito de whisky y
mira en qué estado se encuentra. Lleva así un par de horas. Creo que ya va
siendo hora de que regrese a casa.
—Si no
sabes cómo despertarla, te daré un consejo: pínchale con el primer palillo con aceituna
ensartada que encuentres.
Tuve que
sonreír. Slim es de esos tipos a los que hay que explicarles cuándo uno está de
broma. Slim me devolvió la sonrisa y me dejó solo.
—¿Qué
miras, encanto? —me dirigía ahora a Tony el tuerto, que no dejaba de observarme
desde la mesa de billar con la mandíbula prieta. Llevaba meses queriendo darme
un puñetazo en toda la cara. Consideraba que haber ayudado a enchironar a su
hermano era una buena razón para ello.
«Mala
noche para lucir palmito por aquí, chaval», pensaba mientras esperaba a que
Slim regresara con el néctar de los dioses al son del tamborileo de mis dedos
sobre la barra. Llevaban un ritmo tan endiablado que el mismísimo Duke
Ellington hubiera sentido envidia.
Tony no me
quitaba el ojo de encima, y yo estaba dispuesto a proteger el bonito rostro del
niñito de mi madre. Al menos hasta mañana. Abandonó el taco sobre la mesa, se
acercó a la barra y dejó caer su enorme trasero en el taburete contiguo al de
la bella pelirroja durmiente.
—¿Es tu
novia, Tony? Tu mamá debe estar contenta.
No respondió;
se limitó a seguir lanzándome dardos imaginarios con el ojo sano. Slim había
advertido el denso tufo a pelea que flotaba en el ambiente y no se atrevía a
salir de dondequiera que estuviera. Finalmente Tony decidió abandonar su
hieratismo alargando su peluda manaza en dirección al cenicero de mármol.
Empecé a pensar que Slim no era tan idiota después de todo.
Publicado con el permiso del autor
3 comentarios:
Al final, la fiesta de los pijos-beatniks no parece tan mala al lado de Joe's.
¡Gran historia!
Gracias, daco!! ;) Tú tan generoso como siempre :P
Me gusta mucho..como todo lo que escribes A. Enhorabuena!!
bsos
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