31 oct 2013

La revelación

Por Mr X
 
Las lejanas campanas de la catedral anunciaron las doce, y Antón se levantó inquieto del lecho.
-Felipe, Felipe… Chsss, ¿estás despierto?
Antón recibió un capón por respuesta.
–Ahora sí, mendrugo. ¿Qué te sucede? –preguntó mientras se frotaba los párpados.
–He oído un ruido… Escaleras abajo…
–Bien puede tratarse de nuestro padre, que acabe de regresar.
–¿A qué quiso ir al bosque a tales horas de la noche?
–Sabes tan bien como yo que eso nunca nos lo dirá, como todo lo demás. No hace falta que te recuerde lo que ocurre cada vez que trato de averiguar acerca de nuestra madre…
Felipe era el hermano más contestatario, y esta actitud le había granjeado en el pasado unos cuantos moretones, chichones y algún que otro diente partido. Desde hacía tiempo buscaba la manera de escapar de la brutalidad paterna, y había encontrado en la sumisión silenciosa el mejor remedio.
–¿Me acompañas abajo? –preguntó un aún temeroso Antón.
Su hermano iba a responderle con un rotundo: «¡Acuéstate!», pero el estallido de unas carcajadas estridentes silenció su voz.
Felipe, de inmediato, se levantó y encendió una vela. Antón caminaba a su espalda, pavoroso, mientras pisaban, uno a uno, prudentes como ladrones en su propio hogar, los crujientes escalones de madera. Al llegar a la mitad de la escalera, el alborozo cesó. Antón parecía sentir más miedo ante aquel silencio que el que había padecido durante el concurso de risotadas que se había celebrado allá abajo. Por unos momentos Felipe, el más decidido de los dos, dudó si seguir bajando. Su pie izquierdo extendido hacia delante decidió por él, como si empujado por un fantasma invisible.
Al llegar al pie de la escalera, el espectáculo no podía ser más confuso. Su padre yacía retorcido, tal vez dormido, en medio del suelo. Su desnudez descubría un cuerpo desconocido para sus hijos: velludo en extremo, con abigarrados anagramas dibujados en tinta negra sobre su espalda y su pecho; las piernas estaban dobladas de manera innatural, y los pies parecían más los de un macho cabrío que los de un hombre. La barba lucía más espesa, y brillaba rojiza como las brasas. Una botella hecha añicos cerca de su boca, que dibujaba ahora una mueca extraña, despedía cual manantial un líquido verde espeso.
Pero lo más inquietante era esa figura que parecía colgada no se sabía cómo en la pared. Era una larga sombra negra, y con la débil llama de la vela apenas se podía percibir una luenga cabellera enmarañada más negra que el azabache.
Felipe escuchó un golpe seco acompañado de un chasquido a su espalda. Al volverse, encontró a su hermano tendido en el suelo, con la cabeza apoyada en el primer escalón. Mantenía la mirada fija e inexpresiva hacia el techo. Cuando fue a agacharse, la sombra, veloz como una ráfaga de viento, le rozó el brazo izquierdo y se lanzó sobre Antón. Con una voz aguda y chirriante como la de una rata, exclamó entre gemidos:
–¡¡Tenía mis mismos ojos!!
Al oírla, Felipe dejó caer la vela, sumiendo en la oscuridad las dolorosas revelaciones familiares de aquella noche, que para siempre permanecerían ocultas a todo el mundo excepto Satanás, ¡ensalzado sea!

1 comentario:

Dacosica dijo...

Vaya padre...inquietante que diría César Vidal.