Por Jesús Moreno
Una fuerte ráfaga de viento abrió las ventanas y sopló las velas que iluminaban las oficinas del estadio. La situación económica era tan delicada que meses atrás el presidente había decidido que nadie podría trabajar con luz eléctrica más allá de las seis de la tarde. De pronto todo había quedado a oscuras y en silencio. La luz de la luna permitía proyectar las sombras de los objetos con los que se topaba describiendo sobre la pared tenebrosas figuras.
Los trabajadores de la entidad habían cogido vacaciones tras el último partido de Copa, y Carlos Suárez se encontraba en su despacho, solo, ultimando las últimas cuentas antes del cierre del ejercicio de un pésimo año en segunda. Uno más, pensó, y ojalá hayamos tocado fondo. Escuchó como la puerta se abría y se volvía a cerrar. Será otro golpe de aire, se dijo así mismo como buscando consuelo antes de que la situación le atenazara por el miedo, para proseguir con el sudoku en el que se había convertido cuadrar la balanza de pérdidas y ganancias. Pero no. Al abrir y cerrar de la puerta le siguió el sonido de pisadas acercándose a su puerta, levantó la mirada de los papeles, la dirigió al fondo del pasillo pero no halló nada. Entonces apareció él. Carlos Suárez gritó aterrado ante lo que estaba viendo. Levitando un par de palmos sobre el suelo, luminoso, tenía el mismo aspecto que la última vez que coincidió con él hacía unos cinco o seis años, antes de que sus caminos se separaran para siempre. “—¿Eres…?” —inquirió el presidente mientras recomponía la postura. “—Sí, soy —le respondió la espectral figura. Te has equivocado, Carlos. No digo que tengas falta de pericia ni mala fe. Pero las cosas no te están saliendo. ¿Ves mis cadenas? Me veo obligado a llevarlas por los errores que cometí en el pasado, a cargar con ellas, a ser un alma en pena, a purgar por todas aquellas equivocaciones voluntarias o no, en las que caí antaño.” ¡Paparruchas!, interrumpió Suárez. “—¡El Real Valladolid está mal, es cierto! Pero yo lo salvé cuando nadie más creía en él. Yo puse el dinero. ¡Es mío!”
“—Esta noche te visitarán tres espíritus, el del Real Valladolid de las navidades pasadas, el de las presentes y, por último, el del Real Valladolid de las navidades futuras. Espero que te ayude a reflexionar, pero si no lo haces, me alegrará que me ayudes a portar estas cadenas durante toda la eternidad, por los viejos tiempos” y diciendo eso, aquel fantasma abandonó las oficinas.
Cuando Carlos Suarez llegó a su domicilio todavía se encontraba conmocionado por aquel avistamiento. No dejaba de dar vueltas a aquellas últimas e inquietantes palabras. Tres espíritus visitarían al presidente para ayudarlo a reflexionar… Llegaron las doce de la noche que retumbaron en toda la casa, y justo después de la última campanada un viento helador recorrió la estancia. El presidente, que no había podido conciliar el sueño preso de los nervios, estaba expectante, inquieto, empapado de su propio sudor. De pronto, hizo aparición en la habitación en la que se encontraba un espectro de aspecto infantil, casi angelical. Vestía con la misma blanquivioleta con la que Moré levantó el único título oficial del Real Valladolid, la Copa de la
Liga, allá por unos lejanos, casi olvidados, años 80. “—Abrígate —ordenó— tenemos que salir y en Valladolid, en esta estación y a estas horas, hace muchísimo frío.” Casi sin darse cuenta, el presidente y aquella aparición aniñada, se encontraban en la Plaza Mayor, en medio de la celebración de la última vez que el equipo consiguió jugar en Europa. Vicente Cantatore se dirigía desde el Ayuntamiento a los miles de aficionados que allí coreaban su nombre. “—¿Sabes lo que le ocurrió a aquel entrenador? Fue destituido unos pocos meses después. Y ahora mira -prosiguió aquel fantasma.” El escenario permaneció inmóvil pero los protagonistas cambiaron. Ahora se celebraba un nuevo ascenso, el del Valladolid de los records. José Luis Mendilibar sonreía, emocionado, desde lo alto del balcón. “—¿Y ahora, sabes lo que ocurrió con este otro preparador?”. “—¡Paparruchas! ¡El equipo se le había ido de las manos, había perdido toda su autoridad sobre aquel vestuario! -se justificó, enfadado, el señor Suarez.” Y casi antes de que acabara la última palabra, se encontró de nuevo en su habitación.
Sin tiempo de asimilar todas las experiencias que estaba viviendo en aquella noche espectral, el presidente recibió una nueva visita. Un fantasma de aspecto gordo y grasiento, como si la molicie se hubiera apoderado de él en una vida anterior, hizo aparición en la habitación del presidente. “—Acompáñame, tengo que mostrarte algo”. Aparecieron en el autocar de regreso de un grupo de aficionados que habían acudido a animar al equipo en un reciente desplazamiento. ¿El resultado? Bueno, el resultado era lo de menos. El Pucela había caído, otra vez, dando mala imagen, otra vez, y el pozo de la Segunda División B cada día se veía más cercano. Sus caras eran las mismas que tendrían de haber estado en un funeral y su sensación, qué ironía, era el de estar contemplando precisamente eso mismo, las pompas fúnebres del Real Valladolid. A pocos kilómetros de allí, los componentes de la plantilla, sin embargo, regresaban con el rostro más relajado. El nivel de exigencia desde la institución y desde la propia ciudad había descendido tanto que en el ánimo de aquellos jugadores no había espacio para la sensación de culpabilidad, de orgullo o de amor propio.
Sin solución de continuidad, el presidente recibió la tercera visita, tal y como le habían anunciado. El Real Valladolid de las navidades futuras no era otra cosa que una representación de La Parca.
Silenciosa se dedicó a señalar los lugares más característicos del club blanquivioleta. Ese último espectro extendió el brazo e indicó la posición donde antaño se ubicaba el estadio José Zorrilla. Ya no estaba. En su lugar una Administración había decidido cumplir una promesa electoral levantado un centro de interpretación o un museo dedicado a algún producto autóctono, Suarez no supo diferenciarlo bien. “—¿Y el equipo, dónde juega ahora?” —preguntó curioso Carlos Suarez. No hubo respuesta. El fantasma elevó el brazo y señaló unos campos de hierba artificial cubiertos por la niebla, de entre la espesura pudo adivinar unos vetustos vestuarios y un pequeño bar al fondo y, por fin, el nombre de aquel club. Atlético Ciudad de Valladolid F.C.
El final del cuento de Charles Dickens lo conocemos todos. El del Real Valladolid aún está por escribir.
Jesús Moreno colabora con "El Norte de Castilla", todos los jueves puedes leer su columna A banda cambiada.
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